“Ahora bien, por muy odiosas que nos parezcan la obcecación y la arrogancia de Creonte, por muy lamentable que resulte su ceguera, lo cierto es que en su comportamiento hay libertad, y no sólo por el aspecto supuestamente innovador o creativo frente a las leyes de la tradición y las normas de la eusebia, sino por su relación dialéctica con el mundo de los muertos, por su desafío a la muerte, y por la expresión del carácter político de su comportamiento, que ya no está basado en el reino de lo oscuro o de la naturaleza (de la physis y los dioses “de abajo”). Creonte se enfrenta a la muerte y a la vez le teme, instala su poder en el quicio que separa la vida de la muerte, y convierte su mismo poder en el gozne arbitrario para una nueva articulación de lo vivo y lo muerto. En la novedad puede estar el pecado, pero con la terquedad viene la condena. Al final deberá asumir esa perspectiva atrevida como una política mortífera que se llevará al mundo de los muertos a su hijo y a su esposa.
Antígona, en cambio, no teme a la muerte, sino que la obedece con las leyes de la piedad y se entrega a ella de un modo no exento de delirante erotismo y una inequívoca pulsión de muerte…

Pero aunque las razones de su acción compasiva primero nos entusiasmen y luego nos conmuevan, al final su entrega excesiva nos horrorizará, esa prisa por morir nos dejará en tierra de nadie, lejos de la polis y de la política, y percibiremos que en ella no hay libertad, sino una suerte de despiadada piedad, tan mortífera como la ciega inflexibilidad de Creonte.
El tirano desprecia la vida en nombre de la libertad, y Antígona la desprecia en nombre de la muerte.”

Jordi Ibáñez Fanés, “Antígona y el duelo”