Como mucho del cine visto hasta ahora en el Festival de Sevilla, Antígona despierta (participio, no 3ª persona del singular) es una película libre de las ataduras de la lógica narrativa, que difumina la manida barrera entre realidad y ficción y propone un gratificante juego al espectador. Que éste lo acepte o no es cosa suya, y a juzgar por la veintena de personas presentes en el pase y las tres deserciones, puede que todavía no estemos listos. Parte del equipo de La jungla interior (Juan Barrero, 2013) regresa al SEFF tras el casi obligado paso por Locarno, y lo hace con una visión libertina del conflicto de Antígona ante la muerte de su hermano y la negativa de su tío Creonte a darle un entierro. El mito es revisitado en combinación con escapadas a lo que la directora/guionista/montadora Lupe Pérez García denominó el Olimpo (con dos niños dioses como Inteligencia Suprema) y fragmentos claramente documentales sobre las recreaciones de conflictos bélicos que muchos hacen por diversión en los fines de semana y la vida en un aeródromo.
La parte documental tiene hallazgos increíbles (la teoría de Manuel sobre los buitres como grupo republicano y ángeles majestuosos), pero es en lo híbrido donde Antígona despierta alcanza las mayores cuotas de sentido, amén de la ocasional imagen de una potencia abrumadora (el sempiterno caballo blanco acariciado por dos siglos distintos a la vez). En apenas 64 minutos, la cineasta reflexiona sobre la fuerza del mito, su importancia política y la utilidad de perder las finas líneas que separan las maneras de acercarse al cine. Estamos ante una creación generosa en su despliegue de ideas, a la caza de la imagen hermosa y en la que cuesta entrar, pero una vez se habite su interior, uno sabe que está en el mejor lugar posible.