A partir de los ocho años, le dicen a las niñas que un buen día se convierten en Herauco. Es un regalo extraño. Serán el dios pero solo por un rato.
Lea saca la basura para llevarla al incinerador, y ve su reflejo al traspasar la puerta: una melena de león, un pecho de pavo. No grita. Sabe que si te ven mientras llevas al Herauco no se va, se te queda pegado al cuerpo y se encariña.
En la oscuridad del pasillo, ve sus garras sosteniendo la bolsa y apura sus patas hasta el descanso. Escucha desde la cocina a su madre que la llama. Lea abre el hocico y gruñe, pero la madre piensa que el rugido sale de la radio.
La niña abre la puerta del incinerador y el calor le chamusca los bigotes.
«¿Cuánto tiempo el Herauco se vivía?» No lo recuerda, y lo estudió.
Decide entonces respirar, y muy quieta se queda, en cuatro patas, escuchando la noche. La niña piensa entonces que el mundo es suyo. Que la idea de quedarse Herauco no es tan aterradora. Se siente fuerte, hambrienta, eterna, tan atada a la tierra, tan feliz. Piensa de golpe en qué comer, y tiene miedo.
Pero el oscuro bicho prevalece, y las sencillas inquietudes de Lea se licúan frente a la naturalidad bruta del Herauco.
-Mamá- dice distinta la niña, al entrar en la cocina.
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