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    Después de años de tenerlo en el cajón, recién ahora comprendo porqué nunca lo puse en la biblioteca.

    Es para mi como la biblia de los hoteles. Hay algo prohibido y religioso en él. No lo entiendo pero lo intuyo, y tiene que ver con lo humano en un terreno tan íntimo, que es como asomarse a un acantilado un día de viento: la muerte está ahí, pero el frío está vivo.

    Huele a locura, a neuropsiquiátrico. Sigue oliendo a la librería de viejo porteña donde lo compré. Ya les digo, mucho mejor que el I-ching. Lo abrís en cualquier lado y te hace llorar.

    Y al que me venga con que era nazi les aseguro que los borro: estoy hablando de otra cosa.

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  • Estoy en la playa. Abro los ojos y me miro el cuerpo, entrecerrados los ojos por el sol. Tengo la panza lisa, como antes de los embarazos. Las piernas muy bronceadas, jóvenes.

    Estoy en aquella isla, claro. Tengo 45 años, pero estoy en mi viaje a Brasil con Jessica, que está de pie más lejos.

    Sé que dentro de un rato me sacarán una foto que aun conservo. Sé que ese día el sol me habrá tratado mal.

    Este sueño que podría ser maravilloso, es una pesadilla pacífica. No quiero volver a vivir mi vida. Tengo fiaca y miedo, y me arde la cara.

    Hasta que razono que esto debe ser un sueño. Entonces me despierto, y al hacerlo no sé si ha sido una buena decisión.

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    PAVANE POUR UN ENFANT DÉFUNT

    A mi tía Margot

    Se diría que está aún en la balaustra del balcón
    mirando a nadie, llorando,
    Se diría que eres aún visto como siempre
    que eres aún en la tierra un niño difunto.
    Se diría, se arriesga
    el poema por alguien
    como un disparo de pistola,
    en la noche, en la noche sembrada
    de ojos desiertos, los ojos solos
    de monstruos. Todos nosotros somos
    niños muertos, clavados en la balaustra como por encanto,
    como sólo saben esperar los muertos.
    Se diría que has muerto y eres alguien por fin,
    un retrato en la pared de los muertos,
    un retrato de cumpleaños con velas para los muertos.
    Pero a nadie le importan los niños, los muertos,
    a nadie los niños que viajan solos por el país de los muertos,
    y para qué, te dices, abrir los ojos al país de los ciegos,
    abrir los ojos hoy,
    mañana, para siempre. Era mejor Oeste, tierras vírgenes,
    héroes en los ojos
    de un cine desesperado, y los dioses que matan a los
    hombres feroces,
    los dioses más feroces que los hombres
    los dioses crueles de la infancia, los dioses
    de la inocente crueldad, pensabas que se alimentan de ciegos
    y de quienes mendigan su ser en una picaresca sórdida,
    si hombres hay, homicida. Pero aventura no hay, lo sabes,
    más que por alguien, para alguien, como un poema,
    como el riesgo de un vuelo en el aire sin tránsito. Y es por ello
    por lo que no hay infancia en el país desierto. Por ello también
    por lo que nadie podría jamás sospechar que conservas esa
    belleza demente de la infancia, ese furor contra lo útil de tu cuerpo,
    y esa mudez en los ojos, esa belleza
    sólo vendible al cielo del suicidio, sólo a esos ojos: esa existencia.
    Pero la vida sigue como el puente de Eliot,
    como un puente de muertos o un flujo
    de sombras que se cogen
    de la mano ciega en el lodo para saber que están muertos y viven.
    Esa vida de la que hablan
    en el infierno, entre sí los muertos, los alucinados, los absurdos,
    los orgullosos sonámbulos disputando con sangre
    una certeza alucinante; es un fuerte dios pardo.
    Una basta tragedia que hacen
    por navidades, los viejecitos, los difuntos,
    con personas de olvido, con máscaras y ritos de otros tiempos,
    rótulos de neón y fuegos fatuos: así obra desde entonces,
    desde entonces, esa raza
    misteriosa que pasa a tu lado sin mirarte o mirarse,
    desde entonces, desde el día primero
    en que te asomaste con pánico a su delirio. Desde que viven, quizá,
    desde que no hay tiempo sino destino y trazo
    de vida invulnerable a la decisión de una mirada fuerte.
    Quien es visto o quien cae en ese río sordo
    es lo mismo, es un muerto
    que se levanta día tras día para
    mendigar la mirada.
    Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando,
    que espera también esta mañana, esta tarde como siempre
    festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos
    algún día por fin su cumpleaños.

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    “Era domingo y se enfrentaban dos escuadras muy diferentes: por un lado, once hombres equipados con el uniforme del Bologna FC, amateurs ardientes, con Pasolini al frente; un combinado del equipo de rodaje de Saló o los 12o días de Sodoma. Por el otro, capitaneados por Bernardo Bertolucci -antiguo asistente del mismo Pasolini y cineasta ya entonces de reconocido prestigio-, una escuadra de hippies desmelenados ataviados con motivos psicodélicos del equipo de rodaje de Novecento. Se desconoce si el partido se celebraba realmente con ocasión del trigésimo cuarto cumpleaños de Bertolucci o si se trataba de una manera, propuesta por P.P.P., de dirimir ciertas diferencias entre uno y otro director, cuyos postulados estéticos se habían ido alejando progresivamente. Se dice también que el director de Último tango en París tomó a mal las críticas que el director de Saló le había dirigido respecto a esa misma película, estrenada en 1972. Sea como fuere, los datos que nos han llegado apuntan una clara derrota del equipo de Pasolini (5-2, 4-2 o 19-13?) que seguramente se quedó con ganas de revancha.

  • 31be33ffabf8c04ff0399a445719

    Patrón

     

    I

    La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

    –Sí, claro.

    Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

    –Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

    Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

    –Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

    –Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

    El dijo:

    –Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

    –Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

    –Sí, claro.

    Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

    –Un alambre parece el viejo.

    Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

    Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

    –Cerro Patrón.

    Y fue todo lo que dijo.

    Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

    Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

    –Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

    Ella se acercó.

    –Mande –le dijo.

    –Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

    Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

    –Vení a la cama.

    II

    No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

    –De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

    Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

    Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

    –Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

    –No, don Anteno.

    –¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

    Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

    –Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

    En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

    –Qué buscas.

    –La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

    –Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

    III

    A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

    –O cuarenta y tantos, es lo mismo.

    Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

    –Volvemos a la casa –dijo de golpe.

    Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

    –¡Contesta! Contéstame, yegua.

    El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

    –No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

    –Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

    La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

    –Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

    Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

    Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

    –Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

    Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

    –Che –dijo el viejo.

    –Mande –dijo Paula.

    Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

    –¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

    Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

    Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

    –¡Ayúdenme, carajo!

    IV

    Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

    –Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

    Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

    Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

    Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

    –¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

    Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

    Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

    –Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

    Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

    V

    El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

    Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

    –La eché –dijo Paula.

    Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

    –Va a tener el chico.

    Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

     

    VI

    Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

    –Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

    Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

    –Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

    –Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

    Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

    Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

    Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

    Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

  • vanguardia25-11La Vanguardia, suplemento Culturas, 2011

  • …thy rope of sands…

    George Herbert (1593-1623)

    La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

    Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

    Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

    – Vendo biblias – me dijo.

    No sin pedantería le contesté:

    – En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

    Al cabo de un silencio me contestó:

    – No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

    Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

    – Será del siglo diecinueve – observé.

    – No sé. No lo he sabido nunca – fue la respuesta.

    Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

    Fue entonces que el desconocido me dijo:

    – Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

    Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

    Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

    – Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

    – No – me replicó.

    Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

    – Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de una rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

    Me pidió que buscara la primera hoja.

    Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

    – Ahora busque el final.

    También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

    – Esto no puede ser.

    Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

    – No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.

    Después, como si pensara en voz alta:

    – Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

    Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

    – ¿Usted es religioso, sin duda?

    – Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

    Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

    – Y de Robbie Burns – corrigió.

    Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

    – ¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

    – No. Se lo ofrezco a usted – me replicó, y fijó una suma elevada.

    Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

    – Le propongo un canje – le dije -. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

    – A black letter Wiclif – murmuró.

    Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

    – Trato hecho – me dijo.

    Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

    Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

    Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.

    Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cual, elevada a la novena potencia.

    No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

    Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

    Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

    Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

    Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.TOMANDO-BORGES-ESCRIBIENDO-CERCA-CUADERNO_CLAIMA20100908_0034_4

  • Glosa a un epitafio
    (carta al padre)

    Solos tú y yo, e irremediablemente
    unidos por la muerte: torturados aún por
    fantasmas que dejamos con torpeza
    arañarnos el cuerpo y luchar por los despojos
    del sudario, pero ambos muertos, y seguros
    de nuestra muerte; dejando al espectro proseguir en vano
    con el turbio negocio de los datos: mudo,
    el cuerpo, ese impostor en el retrato, y los dos siguiendo
    ese otro juego del alma que ya a nada responde,
    que lucha con su sombra en el espejo-solos,
    caídos frente a él y viendo
    detrás del cristal la vida como lluvia, tras del cristal asombrados
    por los demás, por aquellos Vous etes combien? que nos sobreviven
    y dicen conocernos, y nos llaman
    por nuestro nombre grotesco, ¡ah el sórdido, el
    viscoso templo de lo humano!
    Y sin embargo
    solos los dos, y unidos por el frío
    que apenas roza brillante envoltura
    solos los dos en esta pausa
    eterna del tiempo que nada sabe ni quiere, pero dura
    como la piedra, solos los dos, y amándonos
    sobre el lecho de la pausa, como se aman
    los muertos
    «amó», dijiste, autorizado por la muerte
    porque sabías de ti como de una tercera persona
    bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
    en tu vaso de whiski
    amo bebió, dijiste, pero ahora espera
    ¿espera? y en efecto la resurrección
    desde un cristal inválido te avisa
    que con armas nuestra muerte florece
    para ti que sólo
    sabías de la muerte. Aquí
    ¿debajo o por encima?
    de esta piedra
    tú que doraste la sobrenatural dureza y el
    dolor sobrenatural de los edificios desnudos
    ¿en qué perspectiva
    —dime— acoger la muerte?
    en la mesa de disección
    tú que danzaste
    enloquecido en la plaza desierta
    tropezando
    hiriéndote las manos en el trapecio del silencio
    en pie contra las hojas muertas que
    se adherían a tu cuerpo, y contra la hiedra que tapaba
    obsesivamente tu boca hinchada de borracho,
    danzas, danzaste
    sin espacio, caído, pero
    no quiero errar en la mitología
    de ese nombre del padre que a todos nos falta,
    porque somos tan sólo hermanos de una invasión de lo imposible
    y tus pasos repiten el eco de los míos en un largo
    corredor donde
    retrocedo infatigable, sin
    jamás moverme
    ¡ah los hermanos, los hermanos invisibles que florecen,
    en el Terror! ¡Ah los hermanos, los hermanos que se defienden
    inútilmente de la luz del mundo con las manos,
    que se guardan del mundo por el Miedo, y cultivan en la sombra
    de su huerto nefasto la amenaza de lo eterno, en
    el ruin mundo de los vivos! ¡Ah los hermanos,
    Y el ave,
    el ave que vuela sobre el mundo en llamas, diciendo solo
    a los mortales que se agitan debajo, diciendo
    solo: ABISMO, ABISMO!
    Abismo, sí, tibia guarida
    de nuestro amor de hermanos, padre.
    ¡Pero tan solos!
    ¡Tan solos! Fantasmas que hace visible la hiedra
    —como hiedramerlín como niñadecabezacortada como
    mujermurciélago la niña que ya es árbol—
    crecen hojas
    en la foto, y un florecer te arranca
    de los labios caníbales de nuestra madre Muerte, madre
    de nuestro rezo
    florecen los muertos florecen
    unidos acaso por el sudor helado
    muerto de muchas cabezas hambrientas de los vivos
    te esperamos ave, ave nacida
    de la cabeza que explotó al crepúsculo
    ave dibujada en la piedra y llena
    de lo posible de la dulzura, de su sabor
    ajeno que es más que la vida, de su crueldad
    que es más que la vida
    ¡ira
    de la piedra, ira que a la realidad insulta,
    que apalea
    a la cabaña torpe de la mentira con verbos
    que no son, resplandecen, ira
    suprema de lo mudo!
    (te esperamos
    en la delgada orilla de lo que cae, en el prado
    nocturno que atraviesan lentos
    los elefantes
    percibís el frío
    la
    conspiración de las algas,
    gelatina, escamas, mano
    que sobresale de la tumba
    manos que surgen de la tierra como tallos
    surcos arados por la muerte,
    cabezas de ahorcados que echan flor:
    decapitados que dialogan
    a la luz decreciente de las velas,
    ¡oh quién nos traerá la rima
    la música, el sonido que rompa la campana
    de la asfixia, y el cristal borroso
    de lo posible, la música del beso!
    De ese beso, final, padre, en que desaparezcan
    de un soplo nuestras sombras, para
    asidos de ese metro imposible y feroz, quedarnos
    a salvo de los hombres para siempre,
    solos yo y tú, mi amada,
    aquí, bajo esta piedra.

    Leopoldo María Panero

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  • vonnegut1vonnegut

    “Al paso de los años, la gente que he conocido me ha preguntado muchas veces en qué trabajo, y por lo general yo he contestado que la obra más importante que tengo entre manos es un libro sobre Dresde.
    Una vez le dije eso a Harrison Starr, el productor de cine, y él levantó las cejas inquiriendo:
    —¿Es un libro anti-guerra?
    —Sí —contesté—. Me parece que sí.
    —¿Sabes lo que les digo a las personas que están escribiendo libros anti-guerra?
    —No. ¿Qué les dices, Harrison Starr?
    —Les digo, ¿por qué no escriben ustedes un libro anti-glaciar en lugar de eso?
    Lo que quería decir es que siempre habría guerras y que serían tan difíciles de eliminar como lo son los glaciares. Desde luego, también yo lo creo.
    Además, aunque las guerras no siguieran siendo como los glaciares, seguirás siendo llorada, vieja muerte.”

    “Matadero Cinco” Kurt Vonnegut